Ese aroma lo recuerdo
Porque entre palabra y palabra
Se forma un puente
Que me devuelve a ti.
Me toma por los hombros
No me fuerza a mirarlo
Me entiende; lo entiende.
Es hermoso
Vivirlo es hermoso
Porque no me apena llorar
Porque me siento en sintonía
Y lo que existe entre el tiempo y yo
Es explícito.
Si me abrazo a la melodía
Siento que vuelvo a ti
Siento que siempre te tendré
Y que ya no me importa vivir
Porque eterno seré.
Como el croar de los sapos
Arropados por las noches del poblado
Visitemos una vez más
El puerto
Azul, celeste
Miremos a nuestros hijos crecer
Y explícame
Por qué el óleo con el que te pinté
Jamás secó.
Explícame
En qué momento del curso
Los grandes maestros levantaron cabeza
Para aprender del croar de los sapos.
Llámame a través de otros
Que me lleven por los pies
Que tiren las joyas y me bañen en perfume
Para empujarme al lodo
Donde espero ensuciarme entre risas
Ya que vivir no importa
Porque contigo
Eterno seré.


3/12/16




Y cuando quiero ver, tengo ahí, la oportunidad de patear todas las puertas que siempre quise abrir, la chance de tironear mi futuro de los pelos y moldearlo a mi conveniencia. Cuando quiero ver, me doy cuenta que todo lo que me rodea es donde siempre imaginé estar. Pero no está para mi, existe la chance virtual de que sea mío, lo mínimo que puede pasar es tener una prueba gratis de todo eso, no es que vaya a quedarme con las manos vacías tampoco.

¿Qué es lo malo de todo esto? Mejor dicho ¿Qué es lo que me lleva a mi a plantearme esto?
Que todo gran salto implica el miedo a la caída, que en todo giro de 180° nace el miedo de no saber donde está tu espalda; que en todo golpe, existe la chance de que te duelan los nudillos.
Más específicamente tengo la oportunidad de cambiar toda mi vida -la cual hace rato me aviso que no llega a los 90'-, una nueva esperanza, un resurgir.

Pero el miedo en particular es perder ciertas cosas que amo de la actual vida, estas cosas de las que no puedo, no quiero y no es posible despegarme.
Porque todo fracaso es descartable, pero las buenas cosas suelen ser ánclas, que cuando vas volando mal son lo que te baja a tierra; pero luego es complicado que logres despegar los pies de la misma.

Admiro a la gente que está libre de anclas, su vida es tan sencilla, tan simple, tan, tan, tan -no me da la capacidad expresiva y me enoja estar tan lejos de ellos como para siquiera poder imaginarmelo-.

Cada ancla te rescata de un vuelo fallido, de un despegue inconcluso, pero te acerca más a la tierra. A la tierra de los miserables.
Miserable es todo aquel que vive para morir, toda persona que tenga miedo a volver a volar. Todo ser humano que decidió echarse a morir descansando su hambre natural de gloria en el destino y las casualidades -quien no llega a nada es porque no intenta nada-.
No tengo miedo a tomar vuelo, de volver a desplegar mis alas emparchadas y soportar el ardor de cada aleteo -que arde mås que nada en el alma, no porque sigan lastimadas- porque a cada movimiento estoy más lejos de casa.

Supongo que cada ancla pesa según la altura a la que estabas cuando comenzó a fallarte el motor.
Aunque estemos hablando de sentimientos es más una cuestión física: a mayor altura más fuerza vas a necesitar para tocar el piso, y tu pozo va a tener una profundidad acorde a la fuerza con la que tuvieron que bajarte (o sea que en mi caso no se trata solo de anclas, sino también de pozos e impactos).
¿Será que mis anclas pesan tanto que no puedo levantarlas y llevarlas conmigo o será que tengo miedo de que me cueste salir del cráter que pueda originar mi caída?